El
periodismo político y los politólogos suelen circunscribir exclusivamente como
“la oposición” al actual gobierno a dos clubs políticos, cada vez más próximos
entre sí: el “republicanismo” de matriz “progresista”, y el “republicanismo” de
cuño liberal,que busca ahora rodear, hasta la asfixia, a Mauricio Macri,
tratando de embretarlo en la tarea de
sustituir con el énfasis en la “gestión” las notorias indefiniciones y/o
carencias de concepción doctrinaria, de pensamiento estratégico y de visión política.
Esos dos clubs políticos, definidos así no con
una intención peyorativa sino en su exacto sentido histórico, o sea en su
condición de formaciones históricamente similares a aquellas asociaciones
ciudadanas aparecidas en la
Francia de fines del siglo XVIII, antes de la irrupción de
los partidos políticos tal cual se conocen en la actualidad, parecerían
coincidir hoy en reflotar, aunque con un sentido valorativo enteramente
opuesto, esa famosa definición de John William Cooke cuando calificaba al peronismo
como “el hecho maldito del país burgués”.
En
términos históricos, esa convergencia “republicana”, potenciada después de las
elecciones presidenciales de octubre del 2007, no es para nada novedosa. Su
primera expresión fue la
Unión Democrática de 1945, cuya derrota en las urnas marcó el
advenimiento del peronismo como la principal fuerza política argentina durante
una década, interrumpida por un golpe de estado cívico-militar en el que esos
“repúblicos” del 45 desempeñaron un rol preponderante.
Sí, como
decía Hegel, la historia se repite primero como tragedia y después como farsa,
la última encarnación de esa confluencia
de raíz antiperonista fue la
Alianza, esa efímera asociación entre el “republicanismo
progresista” del FREPASO y el clásico “republicanismo radical”, encarnado en
esa oportunidad por Fernando de la
Rúa.
Para todas
estas fracasadas experiencias históricas que van desde la Unión Democrática
de 1945 hasta el FPLV 2015, vale la inolvidable frase de Jorge Luis Borges “no
nos une el amor, sino el espanto”, entendido en este caso el espanto como la
metáfora literaria del “hecho maldito” de Cooke.
Pero, en materia de frustraciones colectivas,
aquel pasado y este presente se empeñan en mezclarse. Porque estas “almas
bellas” de la “anti-política”, todavía ilusionadas con el tañir de las
cacerolas de diciembre del 2001, son precisamente las “viudas” de aquella
Alianza, de ese formidable espejismo de las clases medias urbanas que se disipó
como por arte de magia cuando las pantallas de los televisores mostraron, en
vivo y en directo, la imagen del helicóptero presidencial huyendo de la Casa de Gobierno, en medio de
un colapso económico y político y de una gigantesca explosión de violencia
social, patentizada entonces en los saqueos a los supermercados, sólo
comparable en sus dimensiones a la que en julio de 1989 precedió a la asunción
de Carlos Menem, luego de la renuncia, también
anticipada, de Raúl Alfonsín, artífice del penúltimo espejismo masoquista
de esa clase media tan enamoradiza como sempiternamente traicionada.
El trágico
derrumbe de De la Rúa,
quien en su vertiginosa caída arrastró consigo al radicalismo, proyectó al
peronismo, esta vez no tanto por sus propias virtudes sino por las carencias
ajenas, a la condición de no ya la principal sino la única fuerza política de
relevancia nacional, si como tal se entiende no a un grupo más o menos numeroso
de ciudadanos honestos, capaces y bien intencionados sino a una opción de poder
capaz de garantizar la gobernabilidad de la Argentina.
EL PUNTO
DE INFLEXIÓN
Hace ya
cuarenta años, cuando todavía ni se soñaba con el fenómeno de la globalización,
en su libro ”La Hora
de los Pueblos”, Perón decía que “la
política puramente nacional es algo casi puramente de provincias. Hoy todo es política
internacional, que se juega adentro o afuera de los países”. La cita viene a
cuento del hecho de que el saldo del colapso del gobierno de la Alianza no fue solamente
de orden doméstico, sino que tuvo insospechadas proyecciones en el escenario
sudamericano.
Desde
diciembre del 2001, la Argentina pasó a integrar,
junto a Perú, Ecuador y Bolivia, el arco de países de la región cuyos
presidentes constitucionales suelen ser derrocados ya no por golpes militares,
como sucedía hasta la década del 80, sino por revueltas callejeras producidas
en los grandes centros urbanos como ocurrió reiteradamente en Quito o La Paz.
Esa misma
“andinización” política forzó luego la renuncia de Adolfo Rodríguez Saá y,
pocos meses más tarde, el abrupto adelantamiento de las elecciones
presidenciales promovido por Eduardo Duhalde ante el temor por las derivaciones
de las reacciones de protesta desatadas a raíz de la muerte de dos
manifestantes en el Puente Pueyrredón de Avellaneda.
No se
trata de una simple analogía periodística, sino de un punto de inflexión
histórico. América del Sur está dividida actualmente por un hilo político, no
ideológico ni tampoco geográfico, que separa básicamente a dos categorías de
países. La primera categoría está integrada por Brasil, Chile, Uruguay y
Colombia, que tienen un sistema de partidos políticos que, mejor o peor,
funciona con cierta regularidad. Todos estos países implementan también
estrategias orientadas a su inserción en el escenario mundial. La segunda
categoría está compuesta por Venezuela, Bolivia y Ecuador, que carecen de un sistema político estable. En
estos casos, la opción estratégica es
por una política de aislamiento y confrontación en el plano
internacional.
Más allá
de la retórica discursiva, lo que verdaderamente define al denominado “populismo” como fenómeno político
en el escenario latinoamericano del siglo XXI es su condición de sucedáneo de
una “democracia fallida”. En ese sentido, el “populismo” como fenómeno político
está caracterizado por la existencia de un liderazgo aglutinante sin el
respaldo de una genuina organización política ni la existencia de contrapesos
institucionales.
La
principal diferencia que separa a Lula, Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez y
Alvaro Uribe de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa es la existencia o la
inexistencia de un sistema de fuerzas
políticas organizadas y de contrapesos institucionales que funcionen más o
menos regularmente en sus respectivos
países.
Lula,
Bachelet, Vázquez y Uribe se apoyaron en sistemas institucionales estables y
partidos políticos sólidamente constituidos. Chavez (hoy Maduro), Morales y
Correa, que carecen de esas bases de sustentación, y - más aún - son en parte
producto del vacío derivado de esa inexistencia, gobiernan anclados casi
exclusivamente en el aparato del Estado.
El mapa
político sudamericano presentó en estos últimos años dos mudanzas
significativas. La primera de esas mudanzas sucedió en Perú. La victoria
electoral del APRA (una fuerza política con hondas raíces históricas y décadas de continuidad, fundada
por el legendario Víctor Haya de la
Torre) sobre el mayor Ollanta Humala, cuya candidatura era
respaldada por Chávez, en las elecciones que encumbraron nuevamente en la
presidencia a Alan García, logró aproximar a Perú al arco configurado por Brasil,
Chile, Colombia y Uruguay, lugar ante el cual hoy permanece con la presidencia
de Ollanta Humala.
Pero la
otra gran mudanza política, sin duda mucho más significativa por su notoria
gravitación en el escenario regional,
fue protagonizada precisamente por la Argentina, que realizó
el camino inverso al de Perú. La hecatombe de diciembre de 2001, que puso fin
al sistema bipartidista que rigió desde
1983, acercó a la Argentina,
en términos institucionales, a la
realidad imperante en Venezuela, Bolivia
y Ecuador. Allí reside la raíz
estructural en la que luego anidó el fenómeno de Néstor Kirchner.
EL
PERONISMO COMO ÚNICO ACTOR POLÍTICO
Para
evitar confusiones, vale la pena subrayar aquí que, contra lo que afirma la
prédica incesante del antiperonismo de izquierda y de derecha, el peronismo
nunca fue un fenómeno “populista”, al menos en el sentido con que actualmente se
utiliza esa expresión, sino un gran
movimiento popular, el más importante de América Latina.
Esa
condición de movimiento popular, con una fuerte identidad doctrinaria, fue la
principal razón de la continuidad y
vigencia histórica del peronismo luego
de la desaparición de su líder. Perón siempre marcó el valor central de lo
orgánico: “la organización es el primer paso para cumplir cualquier obra”. Uno
de sus apotegmas más repetidos fue aquél de que “sólo la organización vence al
tiempo”. En su visión doctrinaria, siempre diferenció el concepto de “masa” de
la noción de “pueblo” y destacó que la diferencia ente “masa y “pueblo” reside precisamente en la
organización.
Para Perón, el poder es organización y la
organización es poder. Desde ese punto de vista, lo más importante de la década
1945-55 no fueron las extraordinarias realizaciones sociales de aquellos años,
sino la organización autónoma de los
trabajadores, que permitió después del 55 defender esas conquistas e impulsar
durante 18 largos años la lucha por el retorno de Perón. Estructuralmente, el
“populismo” es pre-peronista.
Por
ausencia de toda otra alternativa, en diciembre del 2001 el llamado peronismo
pasó a ocupar la totalidad del escenario político argentino, entendido no en el
sentido del lugar de expresión de las opiniones sino en el del ámbito de toma
de las decisiones. El problema es que, al mismo tiempo, “este” peronismo,
erigido en única opción de poder en la Argentina, atravesaba y atraviesa una profunda
crisis, que se manifiesta en dos dimensiones estrechamente vinculadas entre sí:
una seria crisis de identidad por la ausencia de su lider, manifestada en la
ausencia de una actualización doctrinaria que lo ubique en el mundo del siglo
XXI, y también una crisis de
representatividad y una notoria parálisis política. Su expresión emblemática
fue la intervención judicial del Partido Justicialista, digitada desde la Casa de Gobierno, y el hecho,
mundialmente inédito, de que haya sido el interventor judicial la única
autoridad partidaria que consagró la candidatura presidencial de Cristina
Kirchner.
Estos
datos constituyen mucho más que simples detalles de la vida interna del
peronismo. Revelan el estado generalizado de fragilidad institucional que
atraviesa la
Argentina. Porque el PJ no es sólo un partido político más,
cuya suerte sólo puede importar a sus adherentes. Es el eje indiscutido del
sistema político argentino. Sin democracia en el PJ, no hay democracia en la Argentina.
En rigor
de verdad, ese congelamiento político del peronismo, con el consiguiente vacío
de conducción, no es obra originaria de Kirchner, sino que fue la causa misma
de su encumbramiento. En el 2003, urgido por las circunstancias y para evitar
un previsible triunfo de Menem, Duhalde impulsó la anulación de la convocatoria
a las elecciones internas para elegir la fórmula presidencial del Partido
Justicialista. Desde entonces, el peronismo careció de una expresión política
organizada a nivel nacional. En su provisorio
reemplazo, sólo quedó el aparato del Estado, convertido en la única
maquinaria política en funcionamiento. Fue en virtud de esa engrasada maquinaria burocrática y presupuestaria, centrada en el manejo de “la
caja” y en el control territorial de la provincia de Buenos Aires, que Duhalde
pudo entronizar en el poder a Néstor Kirchner en el 2003 y que Cristina
Kirchner logró imponerse en octubre del 2007.
PARTIDO
DEL ESTADO
Contra lo que muchas voces insisten todavía en
pregonar, tanto en el oficialismo como en la oposición, el verdadero “partido
gobernante” en la Argentina
de hoy no es en realidad el pejotismo sino el “Partido del Estado”. La
denominada “Concertación Plural”, que motorizó oficialmente la fórmula Cristina
Kirchner-Julio Cobos, no es el resultado de un acuerdo programático y orgánico
entre el Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical, sino el entendimiento
“transversal” entre la mayoría de los gobernadores e intendentes del PJ y el
radicalismo, coercionados económicamente por el gobierno nacional.
Esta realidad es consecuencia de la conversión
de la política en una práctica absolutamente vacía de ideas, reducida a un
conjunto de procedimientos ejecutados por una corporación de políticos
profesionales cuyo único común denominador es la pretensión de sus integrantes
de mantenerse indefinidamente en el usufructo
de sus espacios de poder.
La principal base de sustentación material de
esa estrategia de subordinación de las provincias y los municipios al poder
central, que arrasa con la vigencia del federalismo consagrado por la Constitución Nacional,
son las retenciones a las exportaciones, que tienen una importancia política
aún mayor que su propia significación económica. Por su carácter no
coparticipable, esas retenciones conforman una gigantesca masa de fondos
presupuestarios distribuida con absoluta discrecionalidad para disciplinar
políticamente a gobernadores e intendentes. En términos prácticos, la Argentina es hoy un
Estado unitario, que necesita imponer esa condición al propio “peronismo” para
poder subsistir.
Este
sistema político de “Partido del Estado” es coherente con el actual modelo
económico de “capitalismo de Estado”. Y esta combinación político-económica
constituye el núcleo del parentesco entre el “kirchnerismo” y el “chavismo”.
Paradójicamente, ambos coinciden con Carlos Marx en la definición de que “el Estado es el
comité de administración de los negocios de la burguesía”. El “valijagate” puso
de relieve hasta qué punto el llamado “socialismo del siglo XXI”, montado en el
espectacular ascenso del precio del petróleo, encubrió ideológica y
propagandísticamente la consolidación del poder económico de la denominada
“boliburguesía” venezolana.
Esa
“boliburguesía” venezolana tiene ahora
su réplica en la
Argentina. Es una suerte de “kirchnoburguesía” encarnada por un
conjunto de empresarios asociados al poder político que, recubiertos tras la
bandera del “capitalismo nacional”, eufemismo por “capitalismo de amigos”,
prosperan a través de sus lucrativos negocios con el Estado, especialmente en
materia de obras de infraestructura, y cuentan además con la ayuda oficial para
apropiarse, total o parcialmente, de empresas petroleras, de compañías
concesionarias de servicios públicos o de actividades que funcionan bajo
licencia estatal, como el juego. Se
trata, en definitiva, de una retórica ideológica del “setentismo tardío”
combinada con una versión actualizada de aquellas prácticas corruptas de la
“Patria Contratista” que imperaron en la Argentina hasta la década del 90.
QUÉ HACER
Sirva como ejemplo de ese contexto, la
pregonada digitación de Kirchner como titular del Partido Justicialista,
gestionada desde su oficina de Puerto Madero, que no implicó de ningún
modo un avance hacia la
institucionalización del “peronismo”, que constituye una condición
absolutamente necesaria para la consolidación institucional de la Argentina.
Muy por el contrario, estamos frente a un
ensayo que pretende la “estatización” del “peronismo”,
orientada a promover un vaciamiento de
sus raíces doctrinarias y anular su vitalidad política. Es una ofensiva contra el carácter del peronismo en vida de
Perón como movimiento popular, a fin de
degradarlo a la condición de un simple “populismo”, carente de una
organización política real y pasible de ser
manipulado desde el aparato del Estado. Su objetivo no es impulsar la organización política del “peronismo”
sino impedirla.
Sólo la
realización de un proceso electoral absolutamente democrático y transparente y
una previa etapa de reafiliación obligatoria
para depurar los padrones partidarios, una Junta Electoral con la
participación de todas las corrientes internas, una justicia electoral
independiente e imparcial, que impida la malversación de fondos públicos que
implica el empleo proselitista de los recursos económicos del Estado, y un
sistema que asegure el respeto al requisito estatutario de representación de
las minorías en los cuerpos orgánicos,
puede legitimar a una auténtica conducción del Partido Justicialista,
susceptible de ser respetada por todos, ganadores y perdedores. Cualquier otro
mecanismo electoral constituiría una farsa fraudulenta que no corresponde
legitimar.
En su
histórico discurso del 21 de junio de 1973, pronunciado horas después de los
enfrentamientos de Ezeiza que signaron su regreso definitivo a la Patria, Perón afirmaba:
“los peronistas tenemos que retornar a la conducción de nuestro Movimiento,
ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo desde abajo o desde
arriba”. Ese mandato tiene hoy más vigencia que nunca. Nuevamente, las circunstancias exigen hoy
asumir ese desafío. Con independencia del calendario electoral, es
imprescindible impulsar ya mismo, a nivel nacional, la articulación de una
amplia red de dirigentes y cuadros políticos del peronismo para hacerse cargo
de esa formidable tarea pendiente.
Esa
construcción política tiene que plantearse en una doble dimensión: hacia
adentro y hacia afuera del peronismo. Hacia adentro del peronismo, el objetivo
es llegar a conformar una “masa crítica” dotada de poder suficiente como para
plantarse seriamente como una alternativa real al oficialismo. Esto implica
generar un amplio espacio de coincidencias, capaz de atraer a todos los
dirigentes y sectores políticos y sindicales
que no comulgan con el proyecto oficial de vaciamiento del peronismo.
Para vencer, hay que convencer. En una primera etapa, es necesario entonces
poner énfasis en lo cualitativo más que
en lo cuantitativo y encarar una acción que integre lo específicamente territorial con una visión política nacional.
Hacia
afuera del peronismo, es imprescindible forjar una muy amplia coincidencia
cívica nacional, que englobe sin exclusiones a todos los actores políticos y
sociales comprometidos en la defensa de la institucionalidad democrática, en la
limpieza electoral y en el restablecimiento de reglas básicas de convivencia en
la sociedad argentina, fundadas en el apotegma de Perón de que “para un
argentino no puede haber nada mejor que otro argentino”.
Pero toda
esta inmensa tarea no puede estar “envasada al vacío”, limitada a un ejercicio de “ombliguismo político”
desentendido del aquí y ahora. Tiene que asumir una presencia activa dentro de
todas las organizaciones sociales y establecer una estrecha conexión con las
múltiples expresiones de disconformidad que surgen cotidianamente desde las
entrañas de la sociedad argentina.
En los
clásicos términos de Mao Tse Tung, esta amplia red de dirigentes y cuadros
políticos del peronismo tiene que ser capaz
de moverse como “pez en el agua” en los reclamos de los millones de usuarios
afectados por los cortes de electricidad
y de agua, en las luchas de los trabajadores por una actualización salarial
acorde con el incremento del costo de la vida y el quite del impuesto a las
ganancias de los trabajadores, en las movilizaciones de los vecinos por la
seguridad pública, en las denuncias
ciudadanas contra los hechos de corrupción, en las legítimas protestas de los
sectores productivos contra las medidas
y actos de agresión implementados desde
el gobierno, en las manifestaciones de defensa del Estado de Derecho contra los
atropellos de cualquier naturaleza y en los actos de reivindicación del federalismo y la autonomía de las provincias y municipios
frente a la prepotencia del poder central para evitar el unitarismo existente.
Esa
presencia pública, implementada a través de todas las iniciativas que surgen
espontáneamente del hecho de desatar las energías y la creatividad que siempre
caracterizaron la acción de la militancia del peronismo, requiere expresarse
también en la afirmación de una política
de reconciliación nacional y en la defensa permanente de los valores y las
tradiciones culturales y religiosas del pueblo argentino, incluidas
instituciones fundamentales como la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas,
hostigadas desde el oficialismo con una prédica ideológica “retro-progresista”,
un original caso de dislexia ideológica cuyo síntoma inequívoco es calificar de
retrocesos a los avances y de avances a los retrocesos.
Desde su
nacimiento en 1945, el peronismo tuvo la virtud de reinventarse a sí mismo
frente a cada uno de los renovados desafíos que le planteó la historia. Las
nuevas condiciones del siglo XXI nos demandan, una vez más, el ejercicio de esa
actualización doctrinaria que tantas veces practicó y reclamó Perón.
Esta nueva
actualización doctrinaria tendrá que traducirse en una propuesta programática
acorde con los tiempos, que brinde respuestas concretas y realizables a los
problemas que afectan a los argentinos de carne y hueso. Es absolutamente
necesario que, para el momento inexorable en que la crisis vuelva a asomar su
rostro en el horizonte, el peronismo
esté efectivamente preparado para colocarse a la altura de las circunstancias y
dejarse de insistir con el famoso dogma instituido por las distintas
franquicias del PJ del que hoy llamado peronismo es el único que sabe manejar
el poder. Esta confusión entre gobierno y poder, nos lleva a pensar que los
sectores que mantienen esto no se diferencian ideológicamente de los
integrantes del proceso militar, solo con la diferencia de que la franquicia
actual del PJ no hace desaparecer gente, pero tengamos en cuenta que
culturalmente algo de esto está pasando en la sociedad que ya comenzó a
reeditar los secuestros, las desapariciones y otras prácticas reñidas con la
democracia, tal el caso del imgreso de la droga. Quiero dejar aclarado que
hablo del pejotismo y en muchos casos de “peronismo”, porque entiendo que el
movimiento peronista al igual que cualquier otro movimiento ha dejado de ser
tal a partir de la muerte de su jefe, tal como ocurrió con el Mariscal Tito en
Yugoeslavia.
Lo que
viene en la Argentina
después de Cristina Kirchner no es para “clubs”. En un artículo publicado en La
Nación por Jorge Fernández Díaz, editor de ADN (el suplemento cultural del
diario La Nación) y, por lo tanto, un periodista insospechado de militancia peronista, dijo mejor que nadie: “Hasta Néstor Kirchner
estaba decepcionado de la oposición. Admitiendo, a regañadientes, que ninguna
democracia exitosa económica e institucionalmente prospera con partido único y
sin alternancia ni bipartidismo. Sabe
que, si no evoluciona por afuera, una oposición de centro-derecha surgirá tarde
o temprano del propio peronismo y que sobrevendrán como siempre la crueldad, el
destripamiento, la lucha sin cuartel y la amnistía y, al final, la cohesión. La
guerra peronista hace temblar a los peronistas que detentan el poder, porque
saben que del otro lado no hay muchachos testimoniales con la valija armada al
lado de la cama, sino políticos con hambre que quieren cambiar la –yo diría su-
historia”.
De eso se trata y es por esta razón que las
elecciones que se aproximan son básicas, máxime cuando el pejotismo actual
(FPLV) a pesar de la elección de sus candidatos empieza a mostrar indicios de un
posible inicio de guerra peronista.